De cómo fui protagonista de las locuras de 1929
Muy pronto un negocio mucho más atractivo que el teatral atrajo
mi atención y la del país. Era un asuntillo llamado mercado de
valores. […] Constituyó una sorpresa muy agradable descubrir que
era un negociante muy astuto. […] Todo lo que compraba aumentaba de
valor. […] Podías cerrar los ojos, apoyar el dedo en cualquier
punto del enorme tablero mural y la acción que acababas de comprar
empezaba inmediatamente a subir. Nunca obtuve beneficios. Parecía
absurdo vender una acción a treinta cuando se sabía que dentro del
año doblaría o triplicaría su valor.
Mi sueldo semanal en Los cuatro locos era de unos dos
mil, pero esto era calderilla en comparación con la pasta que ganaba
teóricamente en Wall Street. […] Aceptaba de todo el mundo
confidencias sobre el mercado de valores. Ahora cuesta creerlo pero
incidentes como el que sigue eran corrientes en aquellos días.
Subí a un ascensor del hotel Copley Plaza, en Boston. El
ascensorista me reconoció y dijo:
-Hace un ratito han subido dos individuos, señor Marx, ¿sabe?
Peces gordos, de verdad. […] Hablaban del mercado de valores y,
créame, amigo, tenían aspecto de saber lo que decían. […] Oí
que uno de los individuos decía al otro: «Ponga todo el dinero que
pueda obtener en United Corporation». […]
Le di cinco dólares y corrí hacia la habitación de Harpo. Le
informé inmediatamente acerca de esta mina de oro en potencia con
que me había tropezado en el ascensor. Harpo acaba de desayunar y
todavía iba en batín.
-En el vestíbulo de este hotel están las oficinas de un agente
de Bolsa –dijo. Espera a que me vista y correremos a comprar estas
acciones…
-Harpo -dije-, ¿estás loco? ¡Si esperamos hasta que te hayas
vestido, estas acciones pueden subir diez puntos!
De modo que con mis ropas de calle y Harpo con su batín, corrimos
hacia el vestíbulo, entramos en el despacho del agente y en un
santiamén compramos acciones de United Corporation por valor de
ciento sesenta mil dólares, con una garantía del veinticinco por
ciento.
Para los pocos afortunados que no se arruinaron en 1929 y que no
estén familiarizados con Wall Street, permítanme explicar lo que
significa esa garantía del veinticinco por ciento. Por ejemplo, si
uno compraba ochenta mil dólares de acciones, sólo tenía que pagar
en efectivo veinte mil. El resto se le quedaba a deber al agente. Era
como robar dinero. […]
El mercado siguió subiendo y subiendo. […] Lo más sorprendente
del mercado, en 1929, era que nadie vendía una sola acción. La
gente compraba sin cesar. Un día, con cierta timidez, hablé a mi
agente acerca de este fenómeno especulativo.
-No sé gran cosa sobre Wall Street -empecé a decir en son de
disculpa- pero, ¿qué es lo que hace que esas acciones sigan
ascendiendo? ¿No debiera haber alguna relación entre las ganancias
de una compañía, sus dividendos y el precio de venta de sus
acciones?
Por encima de mi cabeza, miró a una nueva víctima que acababa de
entrar en su despacho y dijo:
-Señor Marx, […] lo que usted no sabe respecto a las acciones
serviría para llenar un libro. […] Éste ha cesado de ser un
mercado nacional. Ahora somos un mercado mundial. Recibimos órdenes
de compra de todos los países de Europa, de América del Sur e
incluso de Oriente. Esta mañana hemos recibido de la India un
encargo para comprar mil acciones de Tuberías Crane.
Con cierto cansancio pregunté:
-¿Cree que es una buena compra?
-No hay otra mejor -me contestó-. Si hay algo que todos hemos de
usar son las tuberías.
[…]
-Apúnteme para doscientas acciones; no, mejor aún, serán
trescientas.
Mientras el mercado seguía ascendiendo hacia el firmamento,
empecé a sentirme cada vez más nervioso. El poco juicio que tenía
me aconsejaba vender, pero, al igual que todos los demás primos, era
avaricioso. Lamentaba desprenderme de cualquier acción, pues estaba
seguro de que iba doblar su valor en pocos meses. […] Muchas de las
agencias de Bolsa tenían más público que la mayoría de los
teatros de Broadway.
Parecía que casi todos mis conocidos se interesaran por el
mercado de valores. […] El fontanero, el carnicero, el panadero, el
hombre del hielo, todos anhelantes de hacerse ricos, arrojaban sus
mezquinos salarios -y en muchos casos sus ahorros de toda la vida- en
Wall Street. […]
De vez en cuando algún profeta financiero publicaba un artículo
sombrío advirtiendo al público que los precios no guardaban ninguna
proporción con los verdaderos valores y recordando que todo lo que
sube debe bajar. Pero apenas si nadie prestaba atención a estos
conservadores tontos y a sus palabras idiotas de cautela. […]
Un día concreto, el mercado comenzó a vacilar. Unos cuantos de
los clientes más nerviosos fueron presas del pánico. […] Todo el
mundo quiso vender. […] Luego el pánico alcanzó a los agentes de
Bolsa, quienes empezaron a chillar reclamando garantías adicionales.
[…] Desdichadamente, todavía me quedaba dinero en el Banco. Para
evitar que vendieran mi papel empecé a firmar cheques febrilmente
para cubrir las garantías que desaparecían rápidamente. Luego, […]
Wall Street lanzó la toalla y se derrumbó. Eso de la toalla es una
frase adecuada, porque por entonces todo el país estaba llorando.
Algunos de mis conocidos perdieron millones. Yo tuve más suerte.
Lo único que perdí fueron doscientos cuarenta mil dólares (o
ciento veinte semanas de trabajo, a dos mil por semana). Hubiese
perdido más pero era todo el dinero que tenía. […] Creo que el
único motivo por el que seguí viviendo fue el convencimiento
consolador de que todos mis amigos estaban en la misma situación.
Incluso la desdicha financiera, al igual que la de cualquier otra
especie, prefiere la compañía.